La última vez que lo vi, él ni siquiera me vio. Era una de esas tardes en las que Lima se vuelve más gris que de costumbre, en las que uno camina por las calles miraflorinas pensando en que son pocas las ciudades en el mundo en las que el invierno llega así, como susurrando. Yo había salido a comprar albahaca por encargo de mamá. Él a caminar como solía hacerlo todas las tardes, sin un rumbo específico. Lo vi a lo lejos, incluso al principio me costó reconocerlo. Tuve un impulso de correr y alcanzarlo por detrás, saltarle encima y darle un abrazo que él jamás olvidaría. Hubiese sido un abrazo de despedida especial, pero no lo hice. Me quedé mirando fijamente cómo su sombra se perdía en alguna de esas callecitas en que las casas, con sus ventanitas y las familias viendo la tele dentro, parecen sacadas de algún sitcom estadounidense. Me quedé mirando su espalda, me quedé mirando sus pies. Como si verlo fuese mi programa favorito, ese que pasan a las 8 pm todos los días y las abuelitas ven religiosamente. Mi novela. Me quedé mirándolo como si él fuese mi novela, esa que no podía perderme bajo ningún concepto y me hacía proyectarme durante el día qué es lo que pasaría cuando llegasen las 8 de la noche y pudiese por fin ver si Juanito y Pepita se darían un beso. O de lo contrario, si ella se iría corriendo diciendo que su amor era imposible y nunca podrían estar juntos. Él era mi novela sin final feliz. Mejor dicho, él era mi novela sin final. Esa que acabó repentinamente por falta de rating.
Cuando retomé la consciencia me di cuenta que él ya no estaba. No pude sentirlo. No le di ese abrazo de despedida bajo todas las de la ley. No nos besamos apasionadamente mientras salían los créditos y agradecimientos del esperado final feliz, ese anunciado en todos los periódicos y secuencias de entretenimiento. No pude decirle ni siquiera que no podríamos estar juntos porque el nuestro era un amor imposible.
Solo lo vi perderse bajo ese cielo color gato cartujo que tantas veces había cubierto nuestros paseos de la mano. Lado a lado. Esta vez solo estaba él: una figura que se disolvía mientras se hacía más lejana, mientras se perdía en el tiempo. Ese día apagué la tele y nunca más la volví a prender. Yo ya sabía que de todas maneras el capítulo final nunca llegaría. O quizá le habían cambiado el horario y a mi nadie me lo consultó.
Al día siguiente tomé un avión y viajé a Paris. Esa fue la última vez que lo vi. Y él ni siquiera me vio.
Hermoso
ResponderEliminarNostálgico.
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